4 de febrero 2016
Callejeando por las calles de Anantapur
El segundo día, todavía con nuestro horario cambiado, nos levantamos a las 6,15 de la mañana para callejear por las calles de Anantapur.
A las 7, con la primera luz del día y la mejor para poder tomar fotos, tomamos nuestro primer contacto con una India auténtica.
Caminamos por calles polvorientas y ruidosas, mientras sentimos un palpitar nuevo y excitante.
Definir lo que vemos es complicado. Cada rincón sorprende, por ese caos constante, la miseria, y la pobreza. El polvo puede mascarse, la polución nos reseca las fosas nasales, el claxon de los coches suena de forma permanente, muchos niños recorren las calles descalzos y harapientos, las vacas asoman entre la ropa tendida, los cerdos van a sus anchas comiendo la porquería que todo el mundo tira al suelo, y cientos de perros escuálidos nos miran con desconfianza. El olor es fuerte y difícil de identificar. Nos encontramos verdaderas chozas, y también casas humildes pero limpias. Montañas de porquería invaden todos los rincones. Contar todo esto y después decir que la India enamora, es extraño, pero así es.clip_image001
Probablemente, esa sea la magia de la India. Ese poder increíble y maravilloso, que te lleva a caminar entre el caos más grande que han visto nunca nuestros ojos, y sentir paz, una paz diferente, desconcertante , extraña y maravillosa, que iremos descubriendo a lo largo de los días.
La mirada, se va hacia el contraste constante, a la mujer que asoma con los vivos colores de su sari por detrás de una tapia derruida, te sonríe, susurra “namaste” y a partir de ese instante, todo lo demás ya no tiene importancia.
Al niño harapiento y descalzo, de mirada profunda, que corretea hacia ti pidiéndote una foto, y a cambio, parece regalarte su alma y en ese instante, se encoge la tuya. Le basta verla en la pantalla de tu cámara, para ser feliz, mover su cabecita como agradecimiento, y salir de nuevo correteando.
Hacia los hombres de rasgos duros, pieles curtidas, que caminan con su dothi, con esas telas largas que llevan a modo de falda, o enrolladas con arte a modo de pantalón o calzón. ¿Cómo puede endulzarse su rostro en tan solo un segundo? Cuando los ves de lejos, se lee en cada poro de su piel la vida que les ha tocado vivir y cuando se cruzan contigo, aparece un rostro amable, una sonrisa serena y una mirada que deja adivinar una sorprendente felicidad. Y nuevamente sucede, vuelven a tocarte el alma.
Hombres, mujeres y niños, que a tu paso, juntan las palmas de sus manos para saludarte con respeto y basta un namaste, para sentir algo profundo.
Familias amables, que te invitan a su casa, y te visten con sus saris, sus joyas, te maquillan, te peinan, te muestran con orgullo las fotos de su boda y te tratan como si no hubiera nadie más en el mundo, más que ellos y tú.
No saben del tiempo, de la prisa, del estrés. Cuando les dices que tienes que marchar porque se va el coche de la Fundación te miran con desconcierto y lo ignoran. Ni si quiera lo comprenden.
Así fue, que tuvimos que salir deprisa, con los saris puestos y remangados, corriendo todo lo que nos daban nuestras piernas, con nuestros pantalones bajo el sari, las deportivas, la mochila, la cámara colgando ante la mirada atónita y la carcajada de cuantos nos cruzamos por las calles polvorientas de Anantapur. Son las 9 de la mañana. Apenas hemos empezado el día.
Y es que ellos son así, generosos, maravillosos, amables, serenos. Sentimientos que emergen por encima del caos y de la miseria más absoluta.
Son sensaciones nuevas, desconcertantes e incomprensibles, que a pesar de los días que llevo ya en mi casa, no alcanzo a comprender. Quizá es que lo que analiza la cabeza y siente el corazón nunca estuvo tan lejos.